El día en que murió, un vagabundo dormía arropado por un edredón andrajoso sobre el duro granito de un banco.
Había gorriones dándose alegres baños de arena, y los niños jugaban en el parque.
Parejas de ancianos paseaban agarrados del brazo y silenciosos lectores aquí y allá, separados unos de otros, inmersos cada cual en su mundo, se repartían por el paseo ajardinado como estatuas vivientes, como gigantes mitológicos devoradores de fábulas.
Él también leía, silencioso, un libro sobre el silencio, cerca del vagabundo que hacía del mundo su cama.
Hubo de ver transcurrir sus últimas horas, la última media hora, los últimos minutos de su diminuta y estéril existencia, escurriéndose en las atrocidades que narraba aquel libro sobre el silencio. Luego hubo de levantarse para afrontar su destino.Cerrar el libro y ver cara a cara a la muerte, cercanísima, pero tan ajena. Allí estaba.Y él miró a la muerte, y la muerte no lo miró a él.Simplemente lo mató prácticamente sin reparar en su presencia, y continuó su camino.
Él siguió de pie. Incluso siguió sonriendo, siguió hablando.Pero estaba tocado de muerte.Con este pensamiento regresó más tarde a casa.
Conocedor de un espantoso e incomunicable dolor, se preparó para no volver a despertar.
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