viernes, 8 de marzo de 2013

La ponencia

La sala irrumpió en aplausos y entonces él respiró.

No era para tanto, ni mucho menos. Al fin y al cabo era un profesional de la palabra con años de experiencia a sus espaldas. El auditorio había sido reducido, unas treinta personas, quizá alguna más.Al inicio sintió, a pesar de todo, esas cosquillas justo entre el pecho y la garganta; dicen que todo buen profesor las siente antes de dar una clase, cualquier clase, aunque la haya dado millones de veces, aunque todos los días hable en público durante horas. El miedo escénico es como una rémora que nunca abandona al buen orador.

No se trataba de una clase ante sus alumnos universitarios, sino de una ponencia en una institución cultural en el centro de la ciudad. Tampoco esto le había amedrentado; él era un todoterreno; había manejado todo tipo de auditorios, desde niños de instituto hasta políticos y periodistas; desde perfectos ignorantes a eminencias en su materia. Y casi siempre salía airoso, porque en general, el público se volcaba con él. El público lo conocía bien. Cualquier aparición suya generaba un efecto llamada en un auditorio potencial, de suerte que siempre contaba entre los presentes con una porción de personas que sabía que iban a apoyarlo incondicionalmente. Solían ser colegas, amigos, amigos de amigos y a veces algunos alumnos que se tomaban con gusto la molestia de seguirlo allá donde fuera.

Cuando la ponencia terminó, era noche cerrada. Saludó a algunos de estos incondicionales que habían ido a verlo, como siempre; pero ese día estaba nervioso.No había sido para tanto, pero había ocurrido algo que siempre temía que sucediese, y no necesariamente al hablar ante un auditorio. Lo temía todos los días al salir de casa, en el camino hacia la universidad, en el metro, al salir a dar un paseo. Lo temía y a veces ocurría. Hoy había ocurrido. Quería marcharse, marcharse corriendo, refugiarse en casa; había vuelto a ver ese rostro.

Podría decirse que se conservaba bien. Ya pasaba de los cincuenta, pero su porte y sus ojos, y su aire de niño soñador, seguían siendo los mismos que  adornaran  su adolescencia. Y en el fondo él sabía que el secreto estaba en la ilusión. Él era un idealista, un optimista incorregible. Seguía fiel a las ideas de su juventud, no se había corrompido como otros, como todos. Su estilo de vida no había cambiado; se esforzaba por rodearse de gente joven; había tenido un hijo de nuevo con una pareja quince años más joven, tras divorciarse de su primera mujer. Él era fiel al idealismo de la juventud, de la sangre nueva. El sentido de su vida era enardecer cada día los corazones de aquellos jóvenes que le escuchaban con la misma ilusión e inocencia con la que siempre lo habían hecho. Rostros jóvenes, miradas limpias, ojos como espejos que reflejaban el mundo, que reflejaban sus ideas de esperanza y lucha, y que le devolvían la fuerza, que le devolvían sus palabras mil veces más fuertes, ancladas ahora en la promesa de un mundo mejor donde su mensaje fructificaría para el bien de todos.

No sabría recordar con exactitud cuándo fue la primera vez que se cruzó con ese rostro. No podría decirlo, pero habían pasado ya bastantes años desde entonces. Se sintió muy mal. Al cabo de otro par de años volvió a verlo, y sufrió una crisis existencial. Tuvo que luchar mucho consigo mismo para detener una depresión. A partir de entonces, el rostro apareció con más frecuencia, en lugares anodinos, sin ser esperado, por sorpresa; en cualquier parte podía asaltarle aquella cara. Comenzó a rehuírla; pero de poco servía,de pronto se encontraba hablando con esa persona de ojos cansados, espinazo partido, casi jorobado, como un anciano; a veces ojeras profundas, oscuras; a veces imposibles dientes amarillentos y halitosis. Alopecia, temblores; mirada perdida. Un viejo desilusionado, con todo el dolor de un mundo sucio, cenagoso, implacable e injusto en una sonrisa que era como un rictus , quería estrechar su mano. No es que le diera asco, no. Le aterraba. 

Cada vez que se cruzaba, por azar, con un ex alumno que corría a saludarlo para recordar los buenos tiempos, los tiempos de la ilusión, de la juventud y de la alegría, los tiempos en los que él personificaba la promesa de un mundo mejor, quería salir corriendo, huir, huir lejos.Hoy, en la ponencia,entre los asistentes, habia vuelto a ver esa cara. Lo reconoció pese al brutal peso del mundo real, que había aplastado a aquel que no hace tanto habia sido un joven inocente y lleno de sueños; que le habia creído.Y salió corriendo, maletín en mano, con ganas de llorar, salió corriendo, mentiroso, mentiroso...

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